Maldita sea la desesperación. La siento brotar como fuego en mi interior, una sensación que surge del estómago, alcanza el corazón y se extiende hasta mis brazos, hasta mis manos. Esta desesperación estalla en mis dedos, con deseos de golpear alguna pared, con una fuerza incontrolable.
Maldita desesperación, cómo desearía poder gritarte. Sin embargo, no sé cómo te llamas, ni qué es lo que te provoca. Te encuentras allí, paciente, agazapada en lo profundo, atenta a cualquier chispa que te haga surgir. Y no te conformas con atacarme sola, sino que traes una jauría de perros para devorarme. La ansiedad y el estrés son tus fieles lacayos. ¡Sal de mí! Me muevo frenético, en una vibración constante, esperando poder librarme de ti. Pero sigues allí, como un monstruo. Me niego a creer que eres parte de mí. ¡Salta de mis manos y vete! ¿Y tú, tranquilidad, qué esperas para venir a protegerme? Te mantienes como una mera espectadora, esperando a que la desesperación me sobrepase y me ahogue. ¿No te parece algo voyerista ver cómo este tormento despoja mi autocontrol? Desesperación, sal de mí, o al menos muéstrame cuál es tu intención.
— Pedro Espinosa Esparza